Félix, el merluzo

Félix, el merluzo, pensaba que su anodina vida en un mónotono mar de incertidumbre no tenía sentido, a pesar de que esa voz interior que todos los merluzos tienen le decía que siguiera nadando sin cesar. No sabía que más adelante se encontraba un inmenso banco de calamares, su comida favorita. Así que decidió ordenar a sus aletas desviarse y poner rumbo a cualquier otra dirección, en un majestuoso océano libre de toda corriente. Ante él, se abría una inmensidad de posibilidades en tan gigantesca masa de agua azul, reflejo húmedo de ese cielo que sólo las gaviotas, con sus aletas transformadas en alas, pueden alcanzar. Pero el reflejo del cielo es, en cierto modo, otro cielo. O eso creyó, hasta que se abrió ante él otra cosa: las fauces de un monstruoso tiburón. En el último instante, antes de ser devorado y borrado de la salina existencia marítima, Félix, el merluzo, ignornando la existencia de un inmenso banco de calamares al final de la corriente, pensó que su vida no tenía sentido.