Parece que, finalmente,
han logrado sacarme del agujero. Ha pasado mucho tiempo desde que caí en aquel
cráter volcánico. La curiosidad, la inquietud y el inconformismo tienen sus
riesgos. Sus múltiples pasadizos más allá del estrecho orificio han sido mi
hogar y mi cárcel; el calor de la lava cercana y molestas criaturas
subterráneas, mis compañeros constantes. La supervivencia ha sido posible
porque, gracias a Dios, la vida no se detiene ante nada y también inunda
lugares tenebrosos como éste. Debo de haberme desmayado, porque una intensa luz
apuñala mis ojos y eso significa que ya no estoy en la oscura prisión. Al
menos, no en la misma. Una mano suave y que me resulta muy familiar se aferra a
mis dedos entumecidos. Mi cuerpo reposa, como si no hubiera reposado lo
suficiente en la caverna, sobre una cama con sábanas blancas y verdes. La vida,
roja y transparente, toma la forma de sangre y suero inyectados en las venas de
mis brazos. Estoy en una habitación de hospital. El tiempo pasa y pasa entre
estas cuatro paredes de tonalidad enfermiza mientras deseo que la mano, tierna
pero firme, jamás me abandone.